Para todas las mujeres ser invitadas a un matrimonio es un agrado. Lejos de todo el revuelo que armamos por el vestido, los zapatos, la cartera, el peinado, el tono que en esta época tiene nuestra piel, los accesorios, el maquillaje, con quién dejar los niños, quién va a manejar, etc.; independiente de todo eso, las fiestas de matrimonios son una perfecta ocasión (y una excusa por cierto) para regalonearnos. ¿Pero, y para los hombres?
No hay nada más latero que empezar a discutir con el pololo/novio/marido/concubino por una invitación a un matrimonio. Y entre los temas que salen a la luz, está el del vestuario, qué va a vestir ese día, porque claro, ellos salen con el clásico: “¡Ay, qué tanto! Voy con cualquier cosa, la camisa de allá, el pantalón de acá, no sé. O pensándolo bien, ¿no puedo ir con polera?” En ese instante a todas, juro que a todas nos dan ganas de ahorcarlos bajo el agua para asegurarnos de que mueran bien muertos. Sí, porque lo que es importante para nosotras, no siempre, o mejor dicho nunca, es importante para ellos. Y peor aún, lo que parece a todas luces, una instancia maravillosa de auto-regaloneo para nosotras, para ellos es algo que no tiene mucho sentido.
Aún así conseguimos que vaya a la pinta nuestra, terno limpio y planchado (que por supuesto nosotras mismas llevamos a la tintorería); con una corbata maravillosa del mismo color de nuestro vestido (que lógicamente nosotras compramos). Sólo falta maquillarlo para que parezca un príncipe azul, pero ese es un exceso que un hombre jamás, ¡jamás! permitiría. Pero lo logramos finalmente, y ellos permanecen así, con las mangas bien puestas y la corbata en su lugar hasta el final de la celebración. Full prestancia (esos son los que me gustan a mí).
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