"La felicidad que he descubierto en mi reciente viaje a Napolés me ha convencido de que no solamente puedo hallar la felicidad sin David, sino que debo. Por mucho que lo quiera (y lo quiero con una intensidad ridícula), tengo que despedirme de esta persona, pero ya. Y que sea algo definitivo".
Y así fue, pese a la pena invencible, saqué fuerzas de donde no las tenía y saqué mis cosas del departamento; con la única convicción de saber que había que seguir ganándole al día, hasta que se pasara el dolor. "Lo que duele, no siempre daña". Entre mis metas, está ser obediente en mi proceso de rehabilitación y no cuestionar lo que los expertos me plantean, así que pese a mi no convencimiento y al tratar de convencerlo, o asegurarme de que esto era lo que quería/queríamos, tenía un pie dentro de la situación más compleja de este periodo, y a la vez, uno afuera.
#Confieso que me tomó semanas desarmar los 3 bolsos de ropa que me traje (sí, aunque no lo crean, sobreviví semanas solamente con 1/12 de mi ropa y de mis zapatos), me negaba a la idea de tener que armar un clóset que no me gustaba, en una pieza que había dejado de ser la mía. Lo hice, cuando me vi en la necesidad imperiosa de tener internet en la casa, con una velocidad digna, creí haber estado firmando mi esclavitud y afirmar el ser #hijaotravez, con todo lo que eso conlleva (lo bueno y lo malo, por supuesto). Poner mi ropa en cada casillero era estar aceptando mi derrota, con ello llegaba aún más la pena y la frustración del proyecto de vida destruido. ¿Por qué seguir aplazando lo que ya era absolutamente evidente? ¿Por qué cerrar la puerta con pestillo y dejar la ventana medio abierta? Aunque mi consciente sabía dónde iba a parar todo esto, era necesario que convenciera a mi inconsciente de lo mismo. Cuando uno está en duelo llora, y llora con hipo, se enferma, te duele todo, hasta el pelo, así estuve en la agonía esperando el día que había elegido para salir de ahí. Si iba a irme, tenía que ser definitivo.
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